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El mongol es una lengua aglutinante, perteneciente a la familia lingüística altaica y hablada hoy por unos cinco millones de personas en diversos enclaves aislados de Asia, desde Manchuria al Cáucaso.
Pese a gozar del status de idioma oficial en un estado independiente (la República de Mongolia, hasta 1991 «República Popular de Mongolia»), en dos «repúblicas autónomas» de la Federación Rusa y en una «región autónoma» de la República Popular China, el mongol contemporáneo se halla sometido a una fuerte presión asimilatoria por parte de dos lenguas foráneas -el ruso y el chino- que son los vehículos de expresión dominantes de las dos áreas geopolíticas en que se encuentra escindido el mundo mongol en la actualidad.
Conviene no perder de vista esta realidad sociolingüística a la hora de abordar el estudio de las características de esta lengua, especialmente en un ámbito como el del léxico, donde se registra antes que en otras estructuras la presión de una lengua «dominante».
En las hablas mongolas de la «esfera de influencia» rusa (donde se incluiría la República de Mongolia) observamos un fenómeno notable que también se ha registrado, con las obvias diferencias de contexto, en otras situaciones de «colonización» lingüística: los estudios lingüísticos rusos sobre el mongol han ido condicionando la propia lengua, conformándola según la iban describiendo. Me refiero evidentemente a la lengua en su forma «estándar», «oficial», «escrita», que es la que revierte sobre los hablantes en la escolarización y en el acceso a los medios de comunicación. Procesos similares se conocen en América respecto a las lenguas indígenas con los nombres de «quechua colonial», «guaraní jesuítico», etc. Podría decirse sin exagerar demasiado que el mongol khalkha oficial de la República de Mongolia es un hermoso fruto de la lingüística rusa.
Las dimensiones de este fenómeno se advierten ya en un terreno tan significativo como el de la escritura. El alfabeto ruso se ha convertido en el sistema de escritura del mongol desde 1946, y esto ha conllevado dos hechos fundamentales: la entrada masiva de elementos del léxico ruso y la delimitación desde parámetros foráneos de las unidades léxicas del mongol: reescritas en ruso, las «palabras» mongolas se aislan «entre dos espacios en blanco» según criterios ajenos a su estructura morfológica aglutinante, como a continuación veremos.
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Los análisis lingüísticos del mongol han sido llevados a cabo, hasta fecha relativamente tardía, exclusivamente por estudiosos no mongoles. Me refiero a la lingüística como ciencia occidental, en sentido estricto, y no a la reflexión sobre la lengua en un sentido amplio. En este último aspecto se conocen textos mongoles desde el siglo XIV, dentro de la importancia que el budismo concede a los actos de habla.
Así pues el primer trabajo lingüístico de un autor mongol es, significativamente, un diccionario mongol-ruso editado en Moscú: Mongol-oros tol’—Mongol’sko-russkij slovar’, de A. Luvsandendev, publicado en 1957. Pese a las carencias que se le puedan encontrar, y aunque siga fielmente la tradición lingüística soviética, su aparición es un hecho clave en la historia moderna de la cultura mongola. Poppe (1967) considera por su parte como inicio de la reflexión lingüística en Mongolia el artículo del profesor T. Pagba Tüüxen xel züjn ex orond bicsen temdeglel («Notas escritas en la patria de la gramática histórica»), una llamada al inicio de los estudios diacrónicos redactada en 1959 durante un viaje de su autor a la República Democrática Alemana.
Lo importante aquí es el hecho de que las descripciones lingüísticas del mongol se hayan realizado tradicionalmente por y para los hablantes de otra lengua, normalmente muy alejada culturalmente (ruso, alemán…). En el terreno lexicográfico esto ha supuesto que los diccionarios básicos del mongol sean todos diccionarios bilingües. El riesgo de establecer el corpus léxico de una lengua sobre este tipo de diccionarios es fácil de advertir. En el caso del mongol, las unidades léxicas que se toman como referencia son las de la lengua foránea, que por muchas razones -todas de índole más o menos eurocéntrica- aparecen como más «claras». El léxico mongol se organiza así en clave del léxico ruso.
Cuando aparece el diccionario de Luvsandendev ya se ha publicado un buen número de diccionarios de mongol (ver Apéndice). Estos diccionarios se habrán erigido además en obras claves sobre el léxico de esta lengua, constituyéndose en los pilares de una tradición lexicológica que se heredará a sí misma y que conformará de modo bastante cerrado lo que podríamos denominar la lexicografía oficial del mongol. Esta tradición ha traspasado los límites estrictos del área de la lingüística rusa, asumiéndose plenamente por ejemplo en las dos obras más significativas sobre el tema de la lingüística norteamericana, los diccionarios de las universidades de Berkeley (Lessing et al. 1960) y de Bloomington (Hangin et al. 1986).
La lingüística rusa ha ido indudablemente cambiando a lo largo del siglo XX, pero esta «herencia» lexicográfica no se ha ido revisando paralelamente. Nos encontramos aquí con un fenómeno bastante frecuente en el estudio de lenguas no occidentales -una vez más las similitudes podemos encontrarlas en el terreno de las lenguas indígenas americanas- a saber: los diccionarios existentes son considerados «materiales» documentales directos de la lengua. Los nuevos enfoques lingüísticos se aplican sobre estos materiales, sin cuestionarlos.
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La lingüística como ciencia pretende adoptar una perspectiva «objetiva» en la descripción de cualquier lengua del mundo, pero sus orígenes y su historia la vinculan a lenguas y modelos muy concretos. Es un hecho que los grandes parámetros teóricos de la lingüística -desde la reflexión de los antiguos griegos hasta los neogramáticos, por lo menos- se han formulado sobre la observación de lenguas flexivas indoeuropeas. Que estas lenguas siguen siendo «modelos» de estructura lingüística per se lo muestra, entre otros muchísimos ejemplos, la lista de «rasgos característicos de las lenguas altaicas» que presenta el profesor turco T. Tekin (1994):
1) Ausencia de grupos consonánticos en posición inicial.
2) Ausencia de R y L iniciales.
3) Presencia de armonía vocálica.
4) Ausencia de artículo.
5) Ausencia de género.
6) Aglutinación en lugar de inflexión.
7) Uso de postposiciones en lugar de preposiciones.
8) Ausencia del verbo «tener».
9) Formación de comparativos mediante el ablativo.
10) Aparición de los modificantes antes de los modificados y del objeto antes del verbo.
Es evidente que las ausencias y los en lugar de remiten a la «normalidad» de un modelo lingüístico muy concreto. No me voy a detener más en esto, baste decir que un azteca podría haber añadido ausencia de absolutivo y ausencia de sufijo de respeto…
Es importante analizar los estudios lexicológicos desde esta perspectiva. Mi intención aquí es apuntar precisamente algunas particularidades de las lenguas aglutinantes que deberían ser tenidas en cuenta en todo momento por la moderna lexicología de «tradición flexiva». El «léxico oficial» del mongol khalkha (República de Mongolia) nos servirá como ilustración de la problemática.
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El problema principal, desde mi punto de vista, de la lexicología occidental a la hora de acercarse a las lenguas aglutinantes es el diferente funcionamiento de los morfemas en estas lenguas y en las flexivas. Es un lugar común en los estudios de morfología caracterizar a las lenguas aglutinantes como aquellas estructuras en las que se da una correspondencia estricta morfema-morfo, pero generalmente se minimizan otras características también fundamentales que se derivan de este hecho. Para los estudios lexicológicos es central el fenómeno siguiente: La oposición lexema/no-lexema (= «morfemas gramaticales» y «ligados») aparece de forma clara en las lenguas flexivas tanto morfológicamente (los primeros son autónomos, los segundos dependientes) como semánticamente (por definición los primeros llevan en exclusiva la información «léxica»). Así los morfemas gramaticales, al aparecer sólo incorporados a un lexema, no tienen existencia léxica propia. Como plantea rotundamente la llamada «morfología de base lexema-morfema», sólo los lexemas pertenecen al lexicón, y los morfemas (no-lexemas) pertenecen exclusivamente al componente morfológico (Beard, 1994).
El papel de única realidad lexicológica que la tradición lingüística atribuye al lexema se evidencia en la propia ambigüedad del uso del término. El lexema, además de un tipo concreto de morfema en morfología, es también para muchos autores el nombre de la unidad lexicológica por excelencia (equivalente a «palabra», «item léxico», etc.). Los riesgos de esta ambigüedad ya han sido puestos de manifiesto en el marco de los estudios sobre las mismas lenguas flexivas: los compuestos constituirían sólo un lexema «léxico», pero dos o más lexemas «morfológicos», etc.
En las lenguas aglutinantes la oposición, en el campo de los morfemas, entre lexema y no-lexema es mucho menos radical. El primero que señaló esta característica de las lenguas aglutinantes fue V. Skalička, en un artículo publicado en 1935 sobre la gramática húngara (Skalička, 1935).
Morfológicamente, los lexemas pueden funcionar en muchos casos como morfemas afijos, o viceversa (dependiendo de qué papel consideremos primigenio). Es el viejo problema teórico -de teoría levantada sobre la observación de las lenguas flexivas- sobre la existencia o no de «compuestos» [lexema + lexema] en las lenguas aglutinantes (Röhrborn, 1990). Por ejemplo dugaar es un lexema mongol cuyo significado es «número», pero puede aparecer como morfema afijo armonizando con el lexema que le precede (dugaar / dügeer) en xojordugaar («dos» – «número» = «número dos, segundo»), negdügeer («uno» – «número» = «número uno, primero»), etc. Evidentemente, si traducimos xojordugaar por «número dos» seguimos considerando a dugaar aquí como lexema, y si traducimos el conjunto por «segundo» entendemos que es un morfema afijo.
Semánticamente, los morfemas afijos de las lenguas aglutinantes llevan en muchas ocasiones la información léxica que en las lenguas flexivas sólo pueden llevar los lexemas. Esto es quizás un aspecto más conocido de las lenguas aglutinantes y no me detendré mucho aquí. Baste recordar por ejemplo que el «adverbio» no suele ser un sufijo en estas lenguas (mongol güj).
Quizá por una compartimentación demasiado estricta de las áreas lingüísticas, el fenómeno de la aglutinación se ha considerado sólo un hecho morfológico, olvidando su dimensión semántica. El significado se construye en estas lenguas también mediante un sistema de unidades básicas, que se acumulan hasta dar lo que podríamos llamar el «significado global» de una secuencia. El primer morfema de la cadena (el «lexema») no es necesariamente más relevante que los que le siguen desde el punto de vista de la información que aporta.
El sistema de la aglutinación se diferencia también del de la inflexión en que las estructuras morfológicas complejas que genera no están fijadas, «lexicalizadas», en sus posibilidades combinatorias ( como sucede en la derivación flexiva). Al tener sólo un morfo por morfema, la distribución de morfos es contrastiva, frente a la distribución complementaria presente en las lenguas flexivas. Las construcciones morfológicas pertenecen en las lenguas aglutinantes al plano del discurso. Mientras en una lengua flexiva como el castellano los sufijos –izar e –ificar son ambos morfos de un mismo morfema (german-izar, rus-ificar) y es la norma quien señala la aparición de uno u otro con lexemas determinados (que a su vez pueden poseer más de un morfo, cuya aparición también dependerá de los elementos que le sigan, no siendo posible, por ejemplo *aleman-izar), en una lengua aglutinante no existen reglas de reescritura derivadas de la afijación. Esto hace que un diccionario de una lengua aglutinante no tenga por qué incluir unidades más allá del morfema, pero por otro lado -lo que considero más importante- debería incluir las formas afijales al mismo nivel que los lexemas.
El tratamiento que se ha dado a esto en los diccionarios de mongol ha sido diferente. A partir del modelo léxico de las lenguas flexivas, se ha seguido el principio de centralidad léxica casi absoluta del lexema, trasladando todos los morfemas no iniciales al campo de la «gramática». Algunos autores menos expeditivos han probado la alternativa un tanto ecléctica de confeccionar listas de sufijos ordenados alfabéticamente, como un segundo diccionario, pero incluso en estos casos la tendencia general es a incluir estas listas en las gramáticas, no en los diccionarios. El estudiante de mongol debe aprender estas larguísimas listas de formas como «gramática», no como «vocabulario».
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Un problema que se deriva de todo lo que hemos visto es el de los límites de las unidades léxicas. Acabamos de señalar que el proceso de aglutinación se realiza de forma creativa por el hablante en el discurso y que los morfemas conservan en todo momento su autonomía morfológica y semántica. Más allá de la unidad morfema encontramos con frecuencia en las lenguas aglutinantes -en concreto en las lenguas altaicas- la unidad que se suele denominar «palabra prosódica» y que, para ser más estrictos y evitar las controversias que este concepto ya ha generado, llamaremos palabra armónica. Se trata del conjunto de elementos consecutivos de la cadena hablada que comparten un mismo rasgo de articulación distintivo, la conocida «armonía vocálica» (el fenómeno afecta también a las consonantes, por lo que sería preferible hablar de «sinarmonía»). En mongol los rasgos distintivos que permiten establecer palabras armónicas son [posterior] («armonía palatal») y [redondeado] («armonía labial»). La armonía es el básico sistema de segmentación de las cadenas de morfemas en estas lenguas, y la importancia fundamental del primer morfo (lexema) está en marcar la clase armónica de los restantes .
Intuimos aquí la lógica existente en el rasgo tipológico tan señalado de que muchas lenguas aglutinantes posean también el fenómeno de la sinarmonía, característica señalada por vez primera por Lehmann (1973), pero ya apuntado por Skalička (1935) en el contexto de lo que él definía como «aglutinación fuerte». La «palabra armónica», como unidad más amplia que el morfema, no es necesariamente la unidad léxica que conocemos en las lenguas flexivas, pero tiene indudables connotaciones morfosemánticas, como apuntan Van der Hulst y Van de Weijer (1995: 501-503).
La tradición que se mantiene en los diccionarios de mongol -y aquí el hecho de que sean diccionarios bilingües es fundamental- es «cortar» las cadenas de morfemas siguiendo el criterio de la equivalencia semántica con las unidades de la otra lengua. Explicada a grandes trazos, la lógica subyacente ha sido ésta: puesto que la palabra es una unidad «con significado completo» y el ruso (o el alemán, etc.) tiene palabras que parecen suficientemente «claras», las palabras mongolas serán las secuencias de la cadena hablada que puedan equivaler a las distintas palabras rusas. La reescritura oficial del mongol con el alfabeto ruso ha permitido dar un soporte ortográfico a estas disecciones.
El criterio ha llevado a recortes «por exceso» y a agrupaciones para corregir situaciones de «defecto». Veamos un ejemplo de cada caso.
En mongol uu/üü es un sufijo interrogativo, un morfema afijo que sigue las leyes de la alternancia armónica a partir de las características fonológicas del lexema inicial (ej. medebüü? : med «comprender», eb PERFECTIVO, üü INTERROGATIVO = «¿comprendido?»). Morfemas interrogativos equivalentes se encuentran en las otras lenguas altaicas, en las urálicas y en tantas otras de estructura aglutinante. En ruso y otras lenguas occidentales no se concibe un sufijo semejante. La consecuencia era de esperar: uu / üü se considera entonces una «palabra» independiente, un lema por sí mismo en el diccionario (una «partícula» interrogativa, tal como se concibe tradicionalmente el ruso li). Las normas ortográficas para la escritura cirílica del mongol lo representan separado por un espacio en blanco del resto de los morfemas (medeb üü?). El mismo fenómeno sucede en el tratamiento del morfema interrogativo turco mi en la moderna ortografía latina de esta lengua, donde ya no es considerado un sufijo sino una cosa insólita, porque como explica Lewis (1989:29) «aunque se escribe como una palabra separada, su vocal varía como si fuera un sufijo más». Así pues el sufijo mongol uu / üü consigue aparecer, por su rareza, como entrada léxica en los diccionarios. La convención es anotarlo exclusivamente en su variante posterior, uu, y no en la anterior, üü, lo que ayuda a camuflarlo de lexema inicial, ya que éstos no tienen variaciones armónicas.
El ejemplo en el otro extremo es la aparición en los diccionarios de formas compuestas de lexema + morfema(s) afijo(s) como unidades léxicas básicas. La razón, como ya he señalado, es que se corresponden semánticamente con palabras «simples» del ruso. Ya hemos visto antes que el sufijo güj representa al morfema de negación. Observemos ahora estos seis ejemplos, que son suficientemente ilustrativos de la situación que se da en estos diccionarios:
cimee «ruido» – cimeegüj «silencio»
udax «retraso» – udaxgüj «pronto»
zab «tiempo» – zabgüj ?
Las formas cimeegüj y udaxgüj se tratan como lemas propios del diccionario de mongol (como cimee, udax o zab) porque sus equivalentes rusos son formulables con una sola palabra. La forma zabgüj no figura porque no hay un concepto «no-tiempo» en las lenguas occidentales. Quien se encuentre con zabgüj en un texto debe descomponerlo en sus elementos morfológicos constituyentes e interpretarlo desde ahí: localizar zab como entrada «léxica» en el diccionario y güj como «morfema» en la gramática.
Bibliografía citada
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Apéndice: Obras de lexicografía sobre el mongol hasta la aparición del diccionario de Luvsandendev (1957)
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[Publiqué este texto originalmente como «Problemas lexicográficos de las lenguas aglutinantes: Los diccionarios del mongol contemporáneo» en J. Luque y F. Manjón (eds.): Teoría y práctica de la lexicología. Granada: Método Ediciones – Universidad de Granada, 1998, pp. 133-140.]