El problema de la escritura de las lenguas centroasiáticas de la antigua URSS

I

La expansión colonial de Rusia en Asia central se inicia formalmente en el siglo XVI y continúa hasta la actualidad. La experiencia rusa es así el proceso colonial europeo más largo del mundo moderno, porque se mantiene ininterrumpidamente durante el tiempo en que en Europa occidental se asiste a los sucesivos ortos y ocasos de distintos poderes imperiales. La conquista rusa de Asia tiene de todas maneras diferentes estadios muy señalados, que se corresponden con las grandes transformaciones de Occidente durante un periodo tan dilatado. Desde la ideología de la lucha contra el paganismo del siglo XVI hasta la ideología de la revolución mundial socialista del siglo XX, pasando por los modelos del despotismo ilustrado del XVIII y del progresismo comercial del XIX. Del mismo modo, los limes específicos del imperio ruso en Asia han sufrido los avatares de la escena política y militar mundial, baste sólo con recordar los intercambios de territorios con Japón como consecuencias de las guerras de 1904-05 y de 1939-45.

Siguiendo un modelo clásico, todos estos cambios y transformaciones en la Rusia moderna y sus colonias pueden dividirse hoy en tres grandes etapas, que son también tres legitimidades estatales rusas formalmente independientes. Las conocemos por los sucesivos nombres que Rusia se dio a sí misma y a su ámbito colonial: la etapa del Imperio Ruso, la etapa de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y la etapa de la Federación Rusa.

El territorio dominado por Rusia a finales del siglo XIX no tenía nada que envidiar al legendario poder mongol de Gengis Kan, presentado comúnmente como paradigma de gigantismo imperial, y ni siquiera al vasto dominio planetario de la reina Victoria. El poder del zar se extendía ininterrumpidamente desde las fronteras de Austria en Europa hasta las de Manchuria en Asia, y durante un tiempo incluso hasta las del Canadá inglés en la misma América.

Este vasto poder abarcaba en Asia un enorme conjunto de pueblos, con modos de vida, culturas y lenguas muy diferentes. Sólo el imaginario etnocéntrico europeo pudo homogeneizarlos en una única categoría difusa, definida —como el bárbaro— por oposición al anthropos cristiano ruso: los «tártaros». Así Rusia regía en tiempos de la revolución de 1917 sobre pueblos de lenguas indoeuropeas (eslavas, bálticas, iranias como el oseta, incluso románicas como el rumano-moldavo), yukaghir-urálicas (en 1917 todas las lenguas de esta familia excepto el húngaro se hablaban formalmente en territorio ruso), altaicas, esquimo-aleutianas, chukoto-kamchatkas, y otras no clasificadas llamadas comúnmente «paleosiberianas» (ket, nivj…).

II

La etapa zarista en Asia se caracterizó en líneas generales por una política de separación entre la población rusa y las comunidades no rusas conquistadas. El objetivo último era en todo caso la rusificación del imperio, pero las estrategias para conseguirlo oscilaron entre el modelo de la conversión forzosa a la lengua y la cultura rusas, incluyendo en este último aspecto especialmente la imposición de la religión estatal cristiano-ortodoxa —como sucedió durante la primera etapa de la expansión en los siglos XVI y XVII, y también en el periodo que va del reinado de Alejandro II a la revolución de Octubre (1855-1917)—, y el modelo de la tutela paternal y el mantenimiento formal de las culturas autóctonas —es decir la posibilidad de ser súbdito del zar ruso sin ser ruso ni tener que convertirse en ruso— dentro de un proyecto general, característico del despotismo ilustrado, que buscaba la aceptación «voluntaria» por parte de los conquistados de la supremacía del estado zarista, modelo éste puesto en marcha en la era de Catalina la Grande y sus sucesores (en el periodo que va aproximadamente de 1762 a 1855).

Es dentro de este último modelo donde aparecen las primeras grandes descripciones de las lenguas de Asia central alentadas por el estado ruso. Suficientemente conocidas, por su importancia en la historia de la tipología de las lenguas, son las ambiciosas empresas lingüísticas patrocinadas por Catalina II, que excedían incluso el marco del imperio: los Linguarum totius orbis vocabularia comparativa (1787-89), dirigidos por Peter S. Pallas, y el Sravnitel’nyj slovar’ vsex jazykov i narechij sobrannyje desniceju vsevysochajshjej osoby («Diccionario comparado de todas las lenguas y dialectos en orden alfabético», 1790-91), dirigido por Theodor de Mirievo. Su continuación serán el enciclopédico Mithridates, oder allgemeine Sprachenkunde mit dem Vater Unser als Sprachprobe in beynahe fünfhundert Sprachen und Mundarten (1806-17), de Johann C. Adelung y Johann S. Vater, y Catherinens der Großen Verdienste um die vergleichende Sprachenkunde (1815), de Friedrich G. Adelung.

Tanto en estas grandes descripciones como en otros trabajos menores dirigidos a la cristianización (catecismos y breviarios), las lenguas de Asia central aparecen transcritas en caracteres cirílicos y latinos desde la perspectiva del usuario europeo: para utilización de clérigos y funcionarios rusos en sus contactos con la población nativa. Es una vez más el modelo del copto (creado para usuarios helénicos en sus contactos con los campesinos egipcios, no en teoría para su uso por estos campesinos entre sí), o de las transcripciones de palabras y oraciones completas de los «vocabularios manuales» surgidos en la colonización española de América.

«Entre los nativos» los sistemas de escritura continuaban siendo —mientras no dieran el paso directo al uso de la lengua y la escritura rusas— los sistemas tradicionales de cada región, lo que en Asia central implicaba el uso de un buen número de sistemas gráficos, algunos de los cuales son hoy todavía muy mal conocidos.

En Asia central, dejando aparte un amplio universo «ideográfico» y semasiográfico, habían surgido diferentes escrituras autóctonas antes de la llegada de los rusos, escrituras ya extinguidas en la era moderna, como la escritura kitai del siglo X , las escrituras jurchen del siglo XII, o la escritura «rúnica» de las inscripciones del Yenisei y el Orjón, las tres posiblemente vinculadas entre sí.

En la era de la expansión rusa, Asia central contaba sin embargo con sistemas escritos procedentes del gran foco semítico del oeste. La escritura siríaca se había propagado, a través de los modelos sogdio y estranghelo, con la difusión del critianismo nestoriano en Asia. Este sistema gráfico daría lugar más tarde a la escritura uiguro-mongol tradicional de principios del siglo XIII (todavía usada en Mongolia), y a la escritura manchú después.

Sin embargo el gran sistema de escritura a la llegada de los rusos a Asia central, y durante toda la era del imperio zarista, era sin duda la escritura árabe, con sus variaciones gráficas persas (es decir en caligrafía farsî, y con nuevas combinaciones letra + diacrítico para representar fonemas inexistentes en árabe). La escritura árabo-persa se había difundido no tanto con el propio Islam —como a menudo se tiende a creer— como con el dominio mongol sobre el continente. En la época de los grandes kanatos (siglos XIII-XVI) la lengua persa y su escritura habían sido elevadas por el poder mongol a vehículos de comunicación oficial y diplomática. La islamización de Asia central —especialmente de los pueblos de hablas túrquicas e indoiranias— no vino sino a reforzar la presencia y el uso de este sistema de escritura entre los habitantes de la región, sirviendo el aprendizaje del Corán para su difusión entre las capas populares.

III

La proclamación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas a comienzos del siglo XX marca el inicio de un cambio sustancial en la situación de las lenguas no rusas sometidas a Rusia, y en los sistemas de escritura usados para representarlas. En un nuevo modelo de planificación que no estaba tan lejos del paternalismo ilustrado del XVIII, el nuevo poder soviético se creyó llamado a «establecer» y «proteger» las lenguas no rusas del estado. La creación de normas literarias oficiales para las distintas lenguas se llevó a cabo sobre criterios del nacionalismo político europeo, radicalmente ajeno a las tradiciones sociales de las culturas de la región. Se crearon tajantes «identidades nacionales» que implicaban, según el tradicional modelo occidental del XIX, «lenguas nacionales» estrictamente delimitadas, y todo esto además al socaire de las agitaciones políticas en el estado soviético, de las luchas por el poder en Moscú, y de los avatares del movimiento comunista internacional, que la Rusia europea lideraba. Por decreto se crearon, se dividieron y se disolvieron «repúblicas soviéticas» en Asia. Por decreto también se estableció hasta donde llegaban, qué identidad cultural tenían, en qué norma literaria debían expresarse, y qué sistema de escritura tenían que emplear.

Al este de los Urales la cuestión de la escritura se planteó ya desde un primer momento en clave de encontrar un único modelo para todas las lenguas soviéticas, independientemente de sus orígenes lingüísticos, sus ámbitos culturales o sus características formales. Un sistema único de escritura —con variantes diacríticas puntuales en casos específicos— para esquimales, chukchis, mongoles, iranios, tunguses, samoyedos y turcos. Un sistema único de escritura que además debía cumplir determinados requisitos formales considerados «mejores» en la filosofía desarrollista que el estado soviético profesaba. Un sistema así que debía ser estrictamente fonográfico, y que a la vez tenía que facilitar la segmentación morfólogica en «palabras» que encajaran en el modelo de los léxicos de las lenguas fusionantes occidentales (en los nuevos diccionarios pedagógicos sobre base rusa).

La historia de los sistemas de escritura en Asia central en el periodo soviético es fundamentalmente la historia de la búsqueda de este sistema gráfico unificado, y las direcciones que toman sus tanteos y rectificaciones, más que resultados de debates grafémicos o antropológicos, son efectos directos de las convulsiones políticas del estado soviético, del ascenso o caída de sectores intelectuales vinculados a las distintas facciones del poder en Moscú.

Vinculada culturalmente al Islam, ergo a un «opio del pueblo» más, la escritura arabo-persa empezó a obstaculizarse oficialmente tras la victoria militar bolchevique, y fue prohibida y erradicada en las décadas siguientes. La política lingüística de la Turquía republicana de Mustafa Kemal, que decretó en los mismos años veinte el paso del turco a la escritura latina y la expurgación de los préstamos lingüísticos árabes y persas, no vino sino a dar nuevos impulsos a esta línea de «modernización».

Dos modelos occidentales se implementaron en el Asia soviética, el modelo de la escritura latina de Europa occidental y el modelo de la misma escritura rusa (cirílica). Cada uno corresponde a una etapa de la Unión Soviética. El modelo «latino unificado» surge en la URSS de los días de Lenin, hasta finales de los años veinte, cuando la revolución mundial todavía se veía factible, si no inminente, y había que dotar a los ciudadanos soviéticos de Asia central de un instrumento reconocido de comunicación internacional. El modelo «cirílico unificado» corresponde a la URSS de Stalin: la solitaria «patria del socialismo» encerrada sobre sí misma, donde la única necesidad de los ciudadanos soviéticos de Asia era poder comunicarse entre ellos y con el centro de la Rusia europea.

Debemos señalar que los acontecimientos que exponemos abarcaron también a un país de Asia central oficialmente independiente: la República Popular de Mongolia, completamente vinculada en lo político y económico a la URSS.

A partir de mediados de los años treinta la alternativa cirílica se instaura definitivamente, dentro de una deriva política a la rusificación en todos los ámbitos que, tras el paréntesis de la guerra mundial, alcanzará sus mayores cotas en los años cincuenta. El modelo impuesto era el alfabeto ruso íntegro, con determinados grafemas accesorios para representar segmentos que no tenían equivalentes articulatorios en ruso. Con ello se pretendía llanamente la creación de puentes hacia el uso del ruso como primera lengua de instrucción y comunicación, así como ayudar a la penetración del léxico ruso en estas lenguas, especialmente en las esferas culturales centrales de la modernidad soviética (mundo urbano, político, industrial y militar). La «abolición de la escritura rusa» estará inscrita en las pancartas de las manifestaciones antisoviéticas del final de la década de los ochenta, de Tashkent a Ulan Bator.

IV

La caída del estado soviético a comienzos de los noventa abrió la posibilidad de secesión de Moscú de aquellos pueblos no rusos a los que la URSS había concedido previamente el status de «repúblicas socialistas soviéticas». En el ámbito de Asia central, y dejando aparte la región caucásica, esto condujo a la independencia formal (aunque con el mantenimiento de estructuras de cooperación más amplias, como la «Comunidad de Estados Independientes») de las repúblicas de Azerbaiyán, Turkmenistán, Uzbekistán, Tayikistán, Kirguizistán y Kazajistán, y al alejamiento político de la república de Mongolia.

Las nuevas repúblicas independientes cuentan con una importante población autóctona definida como «rusa» en los últimos censos étnicos de la URSS: el 21 por ciento de la ciudadanía de Kirguizistán, el 38 por ciento de Kazajistán (donde la nacionalidad kazaja correspondía sólo al 40 por ciento de la población, según el censo de 1989). Todas ellas —excepto Tayikistán, de lengua irania— hablan mayoritariamente lenguas túrquicas. La totalidad de estos nuevos estados tiene también en común el pertenecer al mundo musulmán.

Pese a sus muchas dependencias económicas, militares y políticas con la nueva Federación Rusa, estos estados han desarrollado en la última década unas importantes políticas nacionalistas, de construcción de señas de identidad estatales, que a menudo han implicado graves discriminaciones de las propias minorías no «nacionales», especialmente en las regiones periféricas de estos estados (por el arbitrario trazado de fronteras internas en la antigua URSS, que se ha respetado íntegramente en todos los casos). Las lenguas, como señas de identidad nacionales, han jugado un papel esencial en todos estos procesos. Pero también los sistemas de escritura, por lo que tienen, además de sistemas de comunicación, de evocaciones culturales e históricas.

La situación ha derivado en casi todos los casos a la abolición oficial de las escrituras cirílicas, de las «escrituras rusas», y a la adopción de nuevos sistemas basados en el alfabeto latino. Azerbaiyán decretó abierto en 1991 un proceso de latinización de la escritura del azerí que deberá haber abarcado todos los ámbitos de la vida pública en 2005. Turkmenistán y Uzbekistán han adoptado sendas escrituras oficiales latinas en 1993, el primero con la obligatoriedad de su uso generalizado a partir de 2000 y el segundo a partir de 2005.

El fenómeno se ha propagado a otras nacionalidades que formalmente siguen integradas en la Federación Rusa, con las consiguientes tensiones legales con Moscú, que no reconoce la oficialidad de estos cambios. Así en Karakalpakia se ha propuesto la adopción del alfabeto latino como escritura oficial en 1994, en un proceso de implantación que también se prevé acabado en 2005. Y en Tataristán se ha decidido hacer lo mismo en 2000, con un límite puesto en el año 2011.

V

La situación de los medios escritos en estos países es hoy completamente confusa. Conviven en todos los ámbitos de la vida los viejos sistemas cirílicos —en los que se han alfabetizado varias generaciones, y que son los que la amplia mayoría de la población puede realmente usar— con los nuevos sistemas latinos oficiales, no siempre totalmente establecidos en cuanto sistemas, y a veces con problemas tipográficos de pintorescas soluciones (como la incorporación de los símbolos del yen (¥), el dólar ($) y la libra esterlina (£) como grafemas en Turkmenistán). Los periódicos suelen escribir sus titulares en letras latinas y sus artículos en cirílico, excepto normalmente cuando estos artículos incluyen declaraciones o entrevistas oficiales. Un periodista norteamericano describía recientemente los sistemas móviles de letreros que proliferan en los mercados de las ciudades de estos estados, para cumplir con la latinización oficial al paso de los inspectores.

Las escrituras cirílicas tienen en su contra los años de rusificación forzosa de la URSS, el ser uno de los símbolos más claros de Rusia y de su poder sobre la región. A su favor tienen que la población adulta se haya formado en su uso exclusivo, y que toda la infraestructura de edición y publicación en estos países esté preparada para sus caracteres. El cambio a medios de impresión latinos supone unos costes que no todas las repúblicas pueden afrontar. Además el ruso sigue siendo en muchos aspectos la lengua de comunicación interétnica, tanto dentro de estos países como entre ellos.

Las escrituras de base latina se presentan como el símbolo de la nueva apertura a las bondades del capitalismo mundial. Además en las repúblicas de lengua oficial túrquica, se ve vinculada a Turquía, la «hermana occidental», y por tanto es reivindicada por los movimientos políticos de corte nacionalista panturco y occidentalizante que miran a Ankara. Las nuevas tecnologías, como internet, no hacen más que reforzar su necesidad.

Pero esta vinculación simbólica con el panturquismo de Ankara, con sus veleidades paternalistas, y a la occidentalización general, provoca también su rechazo en los sectores que buscan en otras tradiciones, como el Islam, sus señas de identidad sociales, especialmente en las regiones de lenguas iranias, como Tayikistán, que tienen como referente más cercano el enorme desarrollo literario de la lengua persa en escritura árabe.

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[Publiqué este texto con el título «Historia y situación actual del problema de la elección de sistemas de escritura para las lenguas centroasiáticas de la antigua URSS» en M. A. Esparza, B. Fernández y H.-J. Niederehe (eds.): Estudios de historiografía lingüística. Vigo y Hamburgo: Universidade de Vigo – Helmut Buske, 2002, pp. 633-640.]

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