Factores ideológicos de la hipótesis uraloaltaica

Partimos de la distinción metodológica entre sistemas lingüísticos y lenguas, una distinción angular de la moderna lingüística que sin embargo no suele explicitarse lo suficiente en las obras de divulgación actuales. Entendemos los primeros como los sistemas de comunicación orales utilizados por los grupos humanos, objetos de estudio de la lingüística; y las segundas como constructos ideológicos (como discursos) de cohesión y homogeneización social, pretendidamente basados en la conciencia de los hablantes sobre sus sistemas lingüísticos, pero definidos en realidad desde criterios políticos, estatales, básicamente articulados en torno al mito social de la nación (Haugen, 1966).

La misma distinción pretendemos ampliarla al terreno de las posibles relaciones diacrónicas entre sistemas lingüísticos. Proponemos que el concepto familia de lenguas ha sido utilizado desde hace mucho por el mismo discurso ideológico social que se sirve del concepto de lengua. Quizás esto sucediera desde sus orígenes, si nos fijamos en el contexto cultural en el que en la Alemania del siglo XIX surgen de la mano el comparativismo lingüístico y el nacionalismo. De hecho la genealogía de las lenguas nacionales parece nacer como demostración empírica del derecho a la historia de esas naciones, y los avatares de los estudios sobre lenguas antiguas (“muertas”) en la Europa de los últimos dos siglos reflejan bastante fielmente los cambios y las necesidades de los modernos estados nacionales (Por ejemplo, el desprestigio y estancamiento de los estudios de filología clásica en Alemania tras la guerra francoprusiana, según Sánchez Pascual 1973: 14). El problema en el fondo remite directamente al mito de la historicidad, señalado por la moderna sociología del lenguaje como una de las “creencias” necesarias para proclamar la existencia autónoma de una lengua (Fishman, 1975 [1979: 52-53]).

Si la distinción entre sistema lingüístico y lengua —en el sentido en que aquí entendemos estos términos— parece soslayarse más de lo deseable en las obras de divulgación actuales, la diferenciación metodológica entre, por un lado, las posibles relaciones diacrónicas (y areales) entre sistemas lingüísticos y, por otro, los discursos públicos sobre genealogías de lenguas, es realmente inexistente. Pero aquí hay también dos realidades claras, una lingüística y otra política (o, dicho de otra manera, una protolengua sigue siendo una lengua).

Si muchos debates de primera hora en lingüística (o en sociolingüística) han estado viciados de raíz por la confusión entre sistema lingüístico y lengua (por ejemplo, la búsqueda de razones lingüísticas para el establecimiento de la frontera entre “lengua” y “dialecto”), quizás podríamos esperar alguna utilidad de nuestra propuesta de ampliación de esta distinción metodológica para sacar de su impasse a polémicas estancadas desde antiguo, como las que se mantienen en el ámbito afroasiático o uralo-altaico. Hay un rechazo recurrente de muchos grandes especialistas en gramáticas particulares a moverse en el desmesurado ámbito de las genealogías interlingüísticas (pienso ahora en Junge entre los egiptólogos, respecto a la hipótesis afroasiática, y en Doerfer entre los mongolistas, respecto a la hipótesis altaica), y tal vez este malestar venga motivado en gran parte por las implicaciones étnicas, históricas, culturales, que los discursos afroasiático o uralo-altaico han ido acumulando.

El objetivo de estas líneas es abordar brevemente los factores ideológicos presentes en las distintas formulaciones de la familia de lenguas uralo-altaica, e ilustrar así nuestro planteamiento de que nos encontramos ante un terreno con un alto componente ideológico y político, similar al que sustenta la proclamación de las lenguas individuales.

La etapa de constitución

La hipótesis de una vinculación histórica entre las lenguas aglutinantes de los pueblos de la estepa eurasiática y de la región del Báltico constituye una de las más antiguas propuestas de relación genealógica de la lingüística occidental, anterior incluso a la tesis del indoeuropeo. Si descontamos algunas intuiciones precoces pero demasiado inconcretas de Fogel y Leibniz, la hipótesis uralo-altaica se esboza por primera vez en la obra geográfica del capitán de la marina sueca Philipp Johann von Strahlenberg (1676-1747) que, durante los años que pasó en Siberia como prisionero de guerra de los rusos, tuvo la agudeza de advertir las semejanzas de algunas lenguas de Asia central (túrquicas y samoyédicas principalmente) con las lenguas fínicas del Báltico, que le eran familiares. Tras su repatriación a Suecia publicó sus observaciones al respecto en una tabla (“Gentium borealium-orientalium harmonia linguarum”) de su obra Das Nord- und Östliche Theil von Europa und Asia (Estocolmo, 1730). Posteriormente el jesuita magiar János Sajnovics (1733-1785) estableció las bases para vincular las lenguas fínicas a las úgricas. Sajnovics, que trabajaba en el observatorio astronómico de Buda, viajó en 1769 al norte de Noruega para observar desde allí el paso de Venus delante del sol. Se percató entonces de las similitudes léxicas entre las lenguas de los lapones y el húngaro, que inventarió en 1770 en una memoria ante la Sociedad de Sabios de Dinamarca: Demonstratio idioma Ungarorum et Lapponum idem esse, publicada en Tirnavia en 1772. Posteriormente su compatriota Gyármathi (1751-1830) formalizó mucho más la relación entre el húngaro y las lenguas fínicas, al basarse novedosamente en criterios no sólo léxicos sino también morfológicos (Affinitates linguae Hungaricae cum linguis Fennicae originis grammatice demonstratae. Gotinga, 1799). Aunque Franz Bopp y Rasmus Rask se cuenten entre los primeros seguidores de sus planteamientos, el primer estudioso sistemático de la relación uralo-altaica propiamente dicho fue el profesor de la universidad de Berlín Wilhelm Schott (1809-1889), autor de Versuch über die tatarischen Sprachen (1836) y especialmente de Über das Altaische oder Finnisch-Tatarische Sprachgeschlecht (1849).

En este primer período la tesis de la familia uralo-altaica abarca por un lado un eje “vertical” europeo notablemente bien documentado (el propuesto por Sajnovics-Gyármathi, es decir la relación de las lenguas fínicas con el húngaro; lo que después será conocido como familia finoúgrica), y por otro un eje horizontal mucho más impreciso abierto a Asia central y septentrional, propuesto por Von Strahlenberg: la relación de las lenguas fínicas con las de los tártaros. Tártaros era una antigua categoría racialista plenamente vigente en la Europa del siglo XIX, creada por el imperio ruso en su expansión (Tatarvá), en la que se incluía de un modo bastante confuso a los pueblos de lenguas túrquicas, mongólicas y samoyédicas. El ángulo donde se cruzaban ambos ejes lo constituían las lenguas fínicas, mientras que una posible relación “directa” del húngaro con lenguas del este no pasaba de las ocasionales e insostenibles etimologías de los nacionalistas magiares, surgidas al fragor de los levantamientos contra los Habsburgo (como la que vinculaba con ecos belicistas húngaro a huno).

El enfoque mayoritario de esta etapa, que se cierra hacia los años veinte del siglo XX (es decir tras la independencia de Finlandia y Hungría) puede ser sintetizado en la histórica disertación del finlandés Matthias Castrén en 1850 en Helsinki (entonces Helsingfors), que llevó por título De affixis personalibus linguarum altaicarum. Según la fórmula de Castrén existe una gran familia lingüística —llamada altaica generalmente, pero en ocasiones todavía, como en la obra de Schott, fino-tártara — que engloba un gran número de las lenguas “tártaras” de Asia, las lenguas fínicas del Báltico y el húngaro.

Desde el punto de vista de las connotaciones histórico-nacionales que las familias de lenguas despertaban, esto suponía para húngaros y para fineses, enzarzados ambos en procesos revolucionarios nacionalistas —contra los austríacos los primeros, contra los rusos los segundos— la reivindicación de sus “extraños” sistemas lingüísticos (rodeados de lenguas flexivas indoeuropeas), su dimensión mundialista, su derecho a estar en las grandes corrientes de la historia.

Pero por otro lado, y esto en el caso de los finlandeses era más conflictivo, la genealogía altaica implicaba lazos demasiado fuertes con la turetchina rusa, con los “paganos” turcos y mongoles conquistados al este. El nacionalismo finlandés no pretendía zafarse del zarismo vinculando su futuro al de los denigrados nómadas orientales de Siberia, por ello tampoco deseaba vincular a ellos su pasado. De hecho el nacionalismo finlandés de la segunda mitad del XIX ya consideraba a los rusos demasiado «orientales»: Finlandia era un país europeo, blanco, sojuzgado por el “despotismo asiático” de los Romanov (el patriotismo europeo finlandés conectará, como se sabe, en los años treinta con las tesis arias del nacionalismo radical alemán).

La situación era diferente en Hungría, donde el movimiento centrífugo al viejo imperio de Viena se basaba, como tradicionalmente en el nacionalismo romántico húngaro del XIX, en una historia mítica de los orígenes nómadas precristianos, preeuropeos, en una exaltación de los grandes héroes de los tiempos de las estepas, entre los cuales destacaba especialmente la figura de Atila. La tendencia en Hungría no era a afianzar las bases europeístas, pues no había en la época casi nada más europeo que Viena, sino a encontrar unas señas de identidad propias en una región que se conformaba radicalmente, como nunca antes en su historia, por razones de identidad nacional: la Europa oriental de entreguerras.

La ruptura

Así las cosas —y si nuestra hipótesis de fondo es plausible— no es raro que surja en Finlandia el movimiento de lingüistas encaminado a separar el conjunto altaico en dos familias completamente independientes: la urálica (sobre el eje fino-úgrico) y la altaica (englobando las lenguas “tártaras”, con excepción de las úgricas orientales y las samoyédicas, que pasan a la primera familia). El proceso no se realiza estableciendo dos polos de referencia para el análisis comparativo, como sería de suponer, sino que se organiza por exclusión en torno a un solo polo: el fino-úgrico.

Las lenguas urálicas son aquellas que mantienen perceptibles semejanzas con lo que se considera el acervo común fino-úgrico (el “protofino-úgrico”), las lenguas altaicas las que no las mantienen. El modo de trabajo es similar al seguido en la primera escisión de la familia camito-semítica (anteriormente también sólo “camítica”), donde se trabajó en realidad mediante la comparación exclusiva con el referente semítico. La escisión de lo urálico y lo altaico se hace así con el propósito nada oculto de delimitar y separar lo urálico “del resto”. Las categorías se consideraban sólo dos (urálico y altaico), y excluyentes a todos los efectos. La tesis era que las lenguas urálicas no tenían ninguna relación privilegiada con las lenguas altaicas que no tuvieran …con las indoeuropeas.

Que la ruptura de lo uralo-altaico vino motivada por el indoeuropeo como alternativa de parentesco para las lenguas fino-úgricas, lo explicita Sauvageot ya en 1931: “Los especialistas que emparentan las lenguas urálicas con el indoeuropeo lo hacen con el propósito de dar el golpe de gracia a la hipótesis uralo-altaica” (1933: 139). De hecho la metodología de trabajo para la separación de lo urálico fue también un calco de los modelos utilizados en el establecimiento del indoeuropeo, algo en lo que no parece haberse reparado sino hasta mucho tiempo después (Doerfer, 1972). Como ya señalara Benveniste (1952: 36), los procedimientos empleados en el diseño genealógico del conjunto indoeuropeo (por ejemplo el establecimiento de similitudes léxicas en el campo de los numerales o de las partes del cuerpo) (véase Hahn, 1997) nunca han dado los mismos resultados aplicados a otras realidades. Incluyendo aquí la propia estructura genealógica, algo que ya fue subrayado por Michelena:

“Es muy dudoso que el modelo construido para las lenguas indoeuropeas tenga aplicación a otros muchos casos. Lo que caracteriza a éstas es la particularidad de que cada uno de los grupos ‘participa en el tipo común en grado sensiblemente igual’, pero para otras (…) parece que hay que introducir una especie de ‘parenté par enchaînement’, porque cada lengua o grupo se relaciona más estrechamente con sus vecinas, de modo que de un extremo a otro del área se va pasando de un eslabón a otro no muy distinto hasta que, acumulándose las diferencias, acaban por hacerse muy grandes.” (Michelena, 1963: 82)

Pero aquí la imposibilidad de aplicar satisfactoriamente los criterios de parentesco del indoeuropeo al conjunto uralo-altaico se tomó como prueba de la inexistencia de esta familia. Los pasos para la escisión de lo urálico (vinculado al indoeuropeo, es decir a Europa) y lo altaico (vinculado a lo turco-mongol, es decir a Asia) se inician, como decimos, en Finlandia. En 1907 G. J. Ramstedt abre el camino señalando la imposibilidad de aplicar el criterio de la similitud de los numerales al conjunto altaico y deduciendo de ello las más graves consecuencias: “La mutua relación de las lenguas altaicas no pasará de ser una hipótesis inconsistente a los ojos de la mayoría de especialistas mientras no se consiga aclarar de alguna forma cómo y por qué los numerales de estas lenguas tienen tan poco (por no decir prácticamente nada) que ver entre sí” (1907: 2). La misma línea demoledora siguen J. Németh (Die türkisch- mongolische Hypothese, 1912), J. Deny (Zusammenfassung der altaischen Sprachen, 1924) y el propio N. Poppe desde Rusia (K voprosu ob otnošenii Altajskix jazykov k Ural’skim, 1926).

Esta posición, que sigue hasta prácticamente nuestros días, alcanza sus mejores sistematizaciones después de la Segunda Guerra Mundial, en la obra del finlandés G. J. Ramstedt desde la perspectiva del conjunto altaico (The relation of the Altaic languages to other language groups, 1946), y en la del sueco B. Collinder desde la perspectiva de lo urálico (Über das Problem der Verwandtschaft der ural-altaischen Sprachen, 1948, y Hat das Uralische Verwandte?, 1965). Hoy formalmente ambas categorías (“familias”) siguen presentándose separadas en la inmensa mayoría de las obras de divulgación, y los “departamentos de uralo-altaico” de algunas universidades se mantienen bajo esa fórmula anacrónica sólo por la escasez de recursos o de estudiantes.

La reformulación de lo altaico

Con la separación de lo urálico, al conjunto altaico se le iba su espina dorsal, el eje sobre el que habían sido recolectados y agrupados sus miembros. Lo altaico había quedado definido por exclusión y, como en el antiguo ámbito de lo “camítico”, una corriente importante de autores proponía considerar en realidad este cajón de sastre restante como un conjunto de familias hasta cierto punto independientes entre sí (así todavía Comrie, 1981: 194-195). La reconstrucción de lo altaico como una entidad de parentesco mínimamente plausible seguirá un lento y laborioso camino, en el que descuella por sus minuciosos métodos clásicos (basados en la reconstrucción fonológica utilizada con el indoeuropeo) el lingüista ruso Nikolaus Poppe (sistematizaciones en 1960, 1965).

La revitalización de la investigación sobre el conjunto altaico vendrá también de dos países nuevos que irrumpen en la escena lingüística occidental, y que se hallan interesados por motivos políticos distintos en el discurso altaico-panasiático: Turquía y Japón. Se trata de dos países que experimentan una vertiginosa occidentalización en el cambio de siglo, y que necesitan por diferentes razones engarzar sus identidades nacionales en el Asia central.

La proclamación de la república turca de Mustafa Kemal tras la Primera Guerra Mundial se hace, como es sabido, dentro de una política occidentalizante antiislámica (el Islam era el referente del viejo estado otomano liquidado). La prohibición del uso de fórmulas árabes, la supresión del árabe y del persa de los planes educativos, la latinización de la escritura, el reemplazo de términos de origen semítico (coránico) por otros occidentales, son algunos de los pasos más conocidos de esta estrategia lingüística tan supeditada a fines políticos. En la Turquía nacionalista no islámica de Atatürk, la genealogía de la propia identidad se volvía hacia los turcos y mongoles del Asia central, hacia los tiempos preislámicos nómadas y chamanistas, y también militaristas (Atila, Gengis Kan…). Esta ideología se ha conocido también con el nombre de turanismo. Todavía hoy los lingüistas turcos destacan por su fervor en la tesis altaica como una familia de lenguas, pese a lo frágil de sus “pruebas”. Véase a título de ejemplo la endeblez de los “rasgos comunes de las lenguas altaicas” expuestos por Talât Tekin (1994), que ya hemos criticado en otra parte (Peyró, 1998: 135). Los lingüistas turcos han sido también los principales impulsores de la vinculación del huno con las lenguas altaicas (mientras que la tesis más aceptada en América y Europa lo relaciona con el ket, una lengua paleosiberiana).

El caso de Japón conduce a un fin parecido por otros caminos. El imperio japonés apostaba fervientemente en los años veinte por la expansión militar en el continente asiático, tras las fructíferas experiencias de la guerra contra Rusia de 1904—05 y de la Primera Guerra Mundial. La conquista de Corea, la expansión por Manchuria y la satisfactoria utilización de mercenarios mongoles en las guerras con Rusia, llevaron al gobierno japonés a barajar la idea de un nacionalismo “panaltaico” centroasiático, liderado por Tokio, que pudiera ser lanzado simultáneamente contra Rusia y China (Lattimore, 1985: 352). En lo concreto, estos proyectos se redujeron a la experiencia de los estados títeres de Manchukuo y (más brevemente) de la Mongolia Interior, puestos en pie durante la ocupación de China. Sin embargo los estudios altaicos alcanzaron en la época de entreguerras un nivel notable en Japón —la figura señera es S. Murayama, discípulo de Poppe— impulsándose con fuerza la tesis de un parentesco lingüístico del japonés (ya señalado por W. Pröhle en 1916, y por Ramstedt en 1924) y del coreano (apuntado por E. Polivanov en 1927) con las lenguas mongólicas y túrquicas.

La situación cambió indisimuladamente con el fin de la Segunda Guerra Mundial y de las ambiciones territoriales continentales del Japón. Entonces la tesis del parentesco altaico del japonés decayó notablemente, así como la relación del coreano (en Corea estas tesis estaban demasiado vinculadas a la propaganda del período de ocupación japonesa) (véase Lukoff, 1967: 784-749). El proceso más bien se reinvirtió, lo que conectaba también con algunas mitologías culturales del nacionalismo japonés. Como lo describe Schiffman:

“La idea de que lo altaico incluye al japonés no se ha discutido sobre bases lingüísticas, sino sobre lo que implica socioculturalmente: que los japoneses estarían emparentados con los coreanos y otros desdeñables pueblos primitivos (cazadores, bebedores de leche de yegua) del Asia nororiental. Esta idea se considera un anatema para muchos japoneses, y se prefiere así buscar relaciones con pueblos más ‘nobles’ de cualquier otra parte, es decir con civilizaciones ‘nobles’ como las de los drávidas, o los polinesios, u otras.” (Schiffman, 1994: 3).

La situación actual

La etapa que acabamos de esbozar, la más larga hasta la fecha, puede considerarse cerrada en la actualidad con las nuevas perspectivas surgidas en el país que, desde los planteamientos de nuestro enfoque, menos interés tenía tradicionalmente en el mantenimiento de la escisión entre lo urálico y lo altaico: Hungría. En los años noventa la lingüística húngara, formada en la escuela del notable altaista Lajos Ligeti, ha producido una serie de obras del mayor interés, dirigidas a cuestionar por un lado el intocable vínculo fino-úgrico (véase Marácz, 1998), y por otro a establecer nuevos lazos de afinidad directa del húngaro con las lenguas de Asia (véase entre otros, por su accesibilidad, Trh, 1993; Halloran y Hámori, 1996; Chong, 1998). Las recientes tesis húngaras intentan conjugar de modo novedoso los materiales lingüísticos con datos históricos y arqueológicos, así como llevar a cabo una reflexión colectiva crítica de la descripción de la lengua magiar en la “etapa fino-úgrica” (conferencia de la Universidad Agrícola de Gödöllő, mayo de 1997). Pero sin duda estamos todavía demasiado cerca de estos cambios para valorar su importancia.

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[Publiqué este texto originalmente en M. Maquieira, M. D. Martínez y M. Villayandre (eds.): Actas del II congreso internacional de la Sociedad Española de Historiografía Lingüística. León y Madrid: Universidad de León – Arco Libros, 2001, pp. 763-771.]

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