Mongolia en la encrucijada de la modernidad

Mongolia es un estado enclavado entre Rusia y China y constituye un caso único en Asia Central por haber podido conservar su independencia respecto a estas dos grandes potencias durante la era contemporánea. Otros países situados en la misma región que hicieron efímeras experiencias de autogobierno a comienzos del siglo XX, como Tuva o el Tíbet, acabaron definitivamente anexionados por uno de los dos estados tras la segunda guerra mundial. La supervivencia como nación independiente ha sido el gran reto de Mongolia durante toda la modernidad, y todavía hoy sigue apareciendo como un tema central en el debate político interno mongol.

Los mongoles, como pueblo de la estepa centroasiática, no sólo se encuentran en el estado que lleva su nombre, sino que se asientan en otras regiones hoy oficialmente rusas o chinas. Los mongoles del norte forman «repúblicas federadas» de Rusia, como Buriatia, y los mongoles del sur viven en «regiones autónomas» de China, como Mongolia Interior. La existencia de estas grandes regiones cultural y lingüísticamente mongolas anexionadas definitivamente por las superpotencias vecinas —Mongolia Interior tiene una población mucho mayor que la propia república de Mongolia— es un elemento siempre presente en la conciencia colectiva de los mongoles, que condiciona profundamente su relación con estos grandes estados.

La supervivencia de Mongolia como estado está vinculada a los avatares sociales y culturales vividos por los mongoles en su abrupta entrada en la modernidad durante el siglo XX. La forma tradicional de vida de los mongoles ha sido el pastoreo nómada de grandes rebaños por la estepa centroasiática y la caza en la zona de bosques (taiga) más al norte. Todavía hoy un tercio de la población de Mongolia vive en yurtas dedicada a la ganadería trashumante. Hasta hace aproximadamente un siglo no existían realmente estructuras urbanas estables, si descontamos los dispersos monasterios budistas y las concentraciones de comerciantes que se reunían a su alrededor. Toda la sedentarización necesaria para la creación de estructuras estatales se produce de manera extraordinariamente rápida —y en buena medida traumática— precisamente por la irrupción de los grandes poderes vecinos.


El dominio chino

Fueron los propios mongoles los responsables iniciales de la vinculación política de su país con China. El imperio mongol de Gengis Kan había anexionado durante el siglo XIII los estados chinos, creando una sola entidad estatal, entidad que posteriormente se fragmentó en diversos poderes menores («kanatos»). La parte oriental del imperio, gobernada por el legendario Kublai Kan, acabó teniendo su centro político en Pekín y convirtiéndose en el territorio de una nueva dinastía china, la dinastía Yuan (1271-1368). Esta dinastía mongola creó de hecho el mapa político de la China moderna, porque vinculó a este estado, desde entonces unificado, todas las conquistas orientales de los mongoles. Territorios sobre los que los estados chinos anteriores no habían ejercido ningún poder quedaron unidos formalmente a Pekín, notablemente el Tíbet y Mongolia. Las dinastías chinas posteriores al poder mongol dieron por bueno desde entonces este mismo mapa.

Hasta comienzos del siglo XX, Mongolia era un territorio formalmente vinculado a China, aunque con unas relaciones cambiantes con el poder de Pekín. La última dinastía china, el estado Qing (1636-1912), creó una forma de vinculación de Mongolia a China que marcó profundamente las relaciones entre estos dos países y que forjó también las imágenes sobre China que los mongoles han tenido hasta la actualidad.

La dinastía Qing era de origen manchú y se planteó desde sus inicios cómo ejercer su control sobre la población étnicamente china (han), demográficamente muy mayoritaria. La solución que adoptó fue crear una especie de relación privilegiada, fundamentalmente con propósitos militares, con otros pueblos no chinos de China. Estos otros pueblos que podían ejercer una colaboración militar con el estado manchú eran los mongoles y, en menor medida, los uigures. Los emperadores manchúes fomentaron así la existencia de una especie de pequeña aristocracia militar mongola a la que se le propuso una especie de «alianza» para colaborar en el control del país. Los manchúes, naturalmente, detentaban el poder central, y los jefes militares mongoles, subordinados a ellos, el poder sobre su propio territorio en las provincias septentrionales del imperio. Esta «alianza», que dejaba intencionadamente en la ambigüedad hasta qué punto los mongoles eran dueños de facto de su país, se consideró especialmente útil cuando hizo su irrupción en la frontera norte el imperio ruso.

Los aristócratas militares mongoles, a cambio de su fidelidad al estado manchú, gozaban de ciertas prebendas económicas y privilegios legales. Recibían unos estipendios periódicos en forma de recursos alimenticios (arroz) y de plata, y estaban exentos de malos tratos en caso de delinquir y caer bajo el aparato judicial y penal. Por su parte, los mongoles —que aceptaron con entusiasmo esta vinculación de «alianza» con Pekín— impusieron a los manchúes una condición que consideraban clave: no menos preocupados que los manchúes sobre la abrumadora superioridad demográfica de los han dentro del imperio, exigieron que se prohibiera el establecimiento de colonos chinos dentro del territorio mongol. El poder demográfico de los han se advertía como una poderosa arma de control que podía anular irremisiblemente toda autonomía local.

La crisis de la dinastía manchú acabó con esta «alianza» sino-mongola dentro del imperio y propició los deseos de independencia. Los conflictos con las potencias coloniales europeas, especialmente las «guerras del opio» con Gran Bretaña (1839-1860), aceleraron la inestabilidad de la dinastía y provocaron diversas crisis demográficas que condujeron a la anulación de las leyes que prohibían a los han establecerse en las provincias mongolas. La llegada de grandes contingentes de colonos chinos supuso la hostilidad abierta de los mongoles hacia Pekín. Con la caída de la dinastía (1912) los mongoles consideraron que su vinculación con el estado chino estaba legalmente terminada, puesto que la «alianza» se había establecido en su momento con la monarquía Qing, no con la nueva república.

Esta «amenaza demográfica» sigue siendo un tema recurrente en el imaginario identitario de la actual república de Mongolia. El peligro que China representa para muchos mongoles de hoy se expresa en claves poblacionales, y se han aprobado diversas leyes en Mongolia expresamente contra la inmigración de ciudadanos chinos. El espejo de Mongolia Interior aparece como determinante: en la actualidad, según el censo de 2020, en Mongolia Interior un 79,80 % de la población es han, frente a apenas un 17,17 % de mongoles.


La «tutela» rusa

La expansión del imperio ruso alcanza la región de la actual Mongolia en el siglo XVII, entrando en colisión con el imperio Qing, que formalmente ejercía entonces el control sobre estos territorios. La dinastía Qing acababa de llegar al poder en China y los rusos mantuvieron durante los primeros siglos una vecindad formalmente amistosa con este imperio, que fue tornándose más exigente según el estado chino iba perdiendo poder. En 1915, por el tratado de Kyakhta, Rusia reconocía el poder de China sobre Mongolia, al mismo tiempo que imponía una «autonomía» de este país dentro de la recién proclamada República de China. Mongolia quedaba dividida en una Mongolia Interior, integrada plenamente en China, y una «Mongolia Exterior» (la actual república de Mongolia) donde el poder chino era puramente formal.

La vinculación de Rusia con Mongolia adquiere una inesperada importancia con la revolución de 1917 y la guerra civil posterior. Durante este conflicto, restos del ejército zarista en retirada entran en Mongolia y se adueñan del país, expulsando a la exigua guarnición china. A partir de ese momento, Mongolia se convierte en un asunto «interno» de Rusia. El ejército rojo penetra en Mongolia y continúa la guerra civil en este país. La derrota de los blancos deja a Mongolia en manos del poder bolchevique, que impondrá un régimen políticamente afín. Mongolia, rebautizada como República Popular de Mongolia en 1924, es de hecho el segundo estado socialista de la historia, después de la Unión Soviética.

Durante la mayor parte del siglo XX Mongolia es un estado satélite de la URSS. Formalmente independiente, unido por «lazos fraternales» con el régimen de Moscú, reproducirá en su territorio de forma mimética todos los procesos políticos, sociales y culturales que tienen lugar en Rusia, de manera casi simultánea. También seguirá fielmente a la Unión Soviética en su crisis final y su disolución, que se materializará formalmente en 1992.

Durante esta larga experiencia soviética Mongolia entra en la modernidad. Se sedentariza en buena medida a los pastores de la estepa, se crean núcleos urbanos, especialmente Ulan Bator (en mongol, literalmente, «El Héroe Rojo»), se desarrolla una incipiente industria y se pone en marcha lo que será la gran fuente económica del país tras el régimen socialista: la minería. También se desarrollará todo un sistema educativo y sanitario hasta ese momento desconocido en esas tierras. El analfabetismo, endémico en el país, desaparece de hecho, y las mujeres acceden a los estudios superiores y a puestos y profesiones del más alto nivel. Esta transición acelerada a un estado moderno no se hace de manera inocua: Desde el punto de vista del régimen socialista era necesario acabar radicalmente con «tradiciones» que obstaculizaban el «progreso»: los monasterios budistas serán arrasados, las prácticas chamánicas perseguidas a muerte. Incluso la forma tradicional de escribir la lengua mongola será reemplazada por el alfabeto cirílico ruso.

Como señaló Owen Lattimore, uno de los mayores especialistas occidentales sobre la cultura mongola, nunca será excesivo subrayar, para entender la realidad contemporánea de Mongolia y de otros países de Asia Central, esta circunstancia de la irrupción de la modernidad en el contexto de la ideología del llamado «socialismo real». Todavía hoy en Mongolia el debate sigue abierto sobre lo que supuso la experiencia soviética, sus luces y sus sombras en claves de progreso nacional. La estatua del mariscal Choibalsan, el «Stalin mongol», sigue presidiendo la entrada a la Universidad Nacional en Ulan Bator.


Los fantasmas del pasado en los retos del presente

Tras la caída del régimen socialista, Mongolia ha vivido unos procesos sociales y políticos en muchos aspectos similares a otros países de Asia Central que también accedieron a la modernidad bajo la tutela soviética. Las dificultades iniciales para entrar en una economía de mercado, la disolución repentina de todos los programas de ayudas estatales gratuitas —desde la red de veterinarios itinerantes para el cuidado del ganado de los nómadas hasta el sistema de guarderías que contribuyó a la inserción de las mujeres en el mundo de la educación y el trabajo— provocó en unos primeros momentos cierta nostalgia por la antigua república popular; una nostalgia donde la terrible represión política y cultural tendía a olvidarse, contraponiéndola a la seguridad económica y social que se había garantizado. Pero el relevo generacional hace que la Mongolia socialista sea cada vez más un recuerdo histórico. Los mongoles de hoy siguen usando el alfabeto cirílico, muchos siguen poniéndose insignias y medallas soviéticas cuando se visten de gala, la capital sigue llamándose «El Héroe Rojo», pero todo es hoy una nueva realidad social.

Mongolia vive en la actualidad profundos cambios económicos y sociales que provocan no pocas contradicciones y llamativos desgarros. Las viejas fábricas socialistas quedaron obsoletas cuando se acabaron la subvención y las «compras solidarias» de sus productos por parte de la Unión Soviética. Hoy es la minería la principal apuesta económica del país, seguida por el proyecto incipiente de una industria turística que se centra en la imagen idealizada de los «paisajes agrestes», la «vida nómada» e incluso el «chamanismo». Una minería de oro, cobre, carbón y uranio, entre otros productos, está mayoritariamente en manos extranjeras y empieza a mostrar sus importantes costos medioambientales y sociales. A nivel medioambiental, las grandes minas afectan a los acuíferos de la estepa y especialmente del Gobi. A nivel social, se está produciendo un trasvase de la población ganadera de la estepa a las nuevas ciudades surgidas en torno a las minas. Los «barrios de yurtas» crecen en torno a las ciudades de Mongolia: concentraciones de estas viviendas nómadas en los arrabales urbanos, llevadas hasta allí por los pastores nómadas que buscan convertirse en ciudadanos asalariados.

Los problemas económicos de la Mongolia actual constituyen un combustible para posturas y corrientes ultranacionalistas y xenófobas, aunque hasta ahora no mayoritarias. Mientras los rusos desaparecieron prácticamente después de la experiencia soviética, los chinos son los protagonistas de muchos discursos y rumores alarmistas. El peligro de la «avalancha demográfica», que perpetuamente representan en el imaginario mongol, sigue muy presente, y a veces se manifiesta un abierto racismo antichino contra los trabajadores de empresas de ese país que operan en Mongolia (fundamentalmente de construcción de viviendas y de infraestructura para la minería).

Los sucesivos gobiernos de la Mongolia democrática buscan la cooperación con sus dos grandes vecinos y a la vez la no dependencia política de ninguno de ellos. El equilibrio diplomático al que se ven obligados no es nada fácil. Mongolia firma acuerdos estratégicos con Rusia y China, pero también, al mismo tiempo, con Estados Unidos y la Unión Europea. En este sentido, su lucha por la independencia no ha terminado.

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